11/9/14

Al final de la escalada




Veo sus fotos entre muchas otras. En el colosal muro de retratos donde la vista se pierde en un infinito de sonrisas, poses divertidas y esplendorosas melenas que relucen como las de una yegua que galopa incansable sobre lomas verdes, bajo el sol cercano y resplandeciente. Allí, en el panteón de la hermosa vanidad femenina, la encontré a ella.

Veo la oscuridad en su retrato. Propia de quien se muestra con recelo, como princesa que ha sido guardada con cuidado durante años en un confortable cautiverio.  Como quien huye del pensamiento crítico escondiéndose entre cortinas, y que al tiempo se asoma distante con su cegadora luz que llega cortada al exterior.

Veo en sus muslos la fuerza, en sus manos la libertad, en su sonrisa sabiduría y en su mirada la tersura, por las que merece la pena encallecer los dedos pellizcando rocas hasta hacerlos sangrar. Morder con barro mis pies descalzos que tratan torpemente de seguir sus pasos, de alcanzarla en lo más alto.

Veo la mano del destino, empujando a su precipicio cada uno de mis pensamientos. Veo la obra de dios, cuando mi corazón se revela por momentos y parece que quisiera salírseme del pecho.  Siento el abrazo del demonio, en el extraño silencio que domina a quien profundamente contempla a una mujer.

Veo su ausencia en mi reflejo, el hielo que nos separa en tierras calientes y bañadas por el sol. Veo a una mujer que me mira sin verme, sin saber si quiera que es contemplada.  La inocencia de un juego simple pero necesario, la cavilada concepción de lo que brota espontáneo, las rejas que la guardan.

 La veo y la miro. La contemplo y me pregunto: ¿De qué sirven los ojos a los que llama el deseo? ¿De qué sirven las palabras que se quedan bajo la lengua? ¿De qué sirve el amor si no se presencia?